Lo mostrenco

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Cada vez que oigo la palabra “mostrenco” me acuerdo de mi abuelo Manuel, a quien se la oí por primera vez. Mi abuelo Manuel adoraba las palabras. Cuando aprendió, no sé cómo, la palabra “psicología” aprovechaba cualquier ocasión para usarla: “A ése le tengo yo sacada la psicología”. “Menuda psicología tienes tú”. “Benemérita” también le gustaba mucho. Cuando fui con él y con mi abuela Leonor al Valle de los Caídos, allá por 1970, mi abuelo miraba hacia arriba con asombro y decía, moviendo la cabeza: “Esto es mostrenco”. Como yo no había oído nunca esa palabra no sabía si estaba diciéndola como un elogio o como un lamento. Era la primera vez que yo iba a Madrid. También fue la primera vez que me monté en un tren. Vimos la Feria del Campo y el desfile de la Victoria, en ambos casos bajo un calor mortífero que agravaba mi sorda hostilidad adolescente. Mi abuelo miraba el Scalextric que cubría entonces la plaza delante de Atocha y decía: “Esto es mostrenco”. Un día me fui por mi cuenta y acabé encontrándome en el Retiro y en la feria del Libro. Nunca había visto tantos libros ni tantos árboles juntos. Me compré “Martín Fierro” y una historia de la Gestapo. Al Valle de los Caídos fuimos en la misma excursión que nos llevaba al Escorial. No encontré gran diferencia entre los dos sitios. Sigo sin encontrarla. Mi abuelo se quedaba mirando las estatuas desaforadas de evangelistas o la altura de la bóveda, alzando su gran cabeza calva y decía: “Esto es mostrenco”. Cuando era más chico me hacía que le tocara la calva y me decía: “¿A que es redonda como una botija?” Las botijas eran unas cantimploras de barro que llevaban los hombres al campo en verano.

Cuando nos fuimos a pasar los veranos a la Sierra, al entrar en Becerril, Elvira señalaba unos chalets torvos y compactos recién inaugurados y decía: “Residencial Los Mostrencos”. Yo me acordaba de mi pobre abuelo, alto y calvo, con unos ojos muy azules, recluido en el silencio desde que murió su mujer, Leonor, muerto él mismo dulcemente hace ya veintidós años.

En la estación de Delicias de Zaragoza me vuelven las palabras de mi abuelo: “Esto es mostrenco”. A la amiga arquitecta BK me gustaría preguntarle: ¿Por qué tanta desmesura? Es como una estación de Corea del Norte, con un frío coreano del Norte, un frío de intemperie más afilado que el del Moncayo, y al cual le debo la gripe de la que no acabo de salir. La calidez incomparable de los lectores y los amigos de Zaragoza -Fernando, Ramón, José María, Luis, Pepito, Julia- acaba en el frío matinal de la estación, esperando en el andén el AVE para Madrid, que aquella mañana vino con una hora de retraso. En la inmensidad de la estación la gente buscaba los rincones para abrigarse contra el frío. Las llamadas por la megafonía resonaban metálicamente en una amplitud inexplicable. En el mismo edificio hay una estación de autobuses y un hotel con vistas por un lado a los andenes y por el otro a un páramo de rotondas y cruces de autopista. ¿No había otra manera posible de extender las ciudades?

Con todo ese tamaño, la entrada a la estación es casi tan mezquina como la de un sexshop. Parecen edificios arrojados de cualquier manera sobre un territorio baldío.